26 julio 2007

Editorial
Un país que expulsa a sus hijos
Se divulgaron ayer datos de una encuesta realizada por el Instituto Nacional de Estadística sobre un fenómeno que viene castigando a la sociedad desde hace cuarenta años: la diáspora uruguaya.
El estudio abarca desde 1963 hasta 2004 y brinda un panorama preocupante por cuanto confirma estimaciones que se venían manejando desde hace ya unos cuantos años, según las cuales los uruguayos que residen en el extranjero rondan el medio millón de personas; concretamente, se habla de 478 mil uruguayos (nacidos en el país) que residen actualmente en otras tierras. Pero el total de ciudadanos naturales que emigraron entre 1963 y 2004 se sitúa en 600 mil.
Esta realidad explica en parte el bajísimo crecimiento demográfico que se verifica desde mediados del siglo pasado, sobre todo si tenemos en cuenta que esos uruguayos emigrados suelen formar familia en su patria de adopción y tienen hijos que serán ciudadanos de otro país.
El Uruguay, con un territorio apto para cobijar varias veces su escasa población actual, pasó de ser una tierra de promisión a la que acudían inmigrantes de todas partes del mundo, a convertirse en un país que expulsa a sus habitantes. La fecha de 1963 no es caprichosa pues precisamente por esos años es que se detuvo la corriente inmigratoria que había tenido un pico importante de europeos que huían del fascismo, de la guerra y de la penuria económica de la inmediata posguerra. Curiosamente, el Uruguay no padeció guerra alguna ni cataclismos que hubieran significado una traba al crecimiento económico, ni hambrunas ni nada por el estilo. Sencillamente, a mediados de los cincuenta del siglo XX hizo crisis el modelo de desarrollo que hasta entonces había permitido el crecimiento sostenido de la economía. El neobatllismo no fue capaz de conjurar la crisis, y los efectos de ésta empezaron a hacerse sentir bajo el primer gobierno blanco del siglo, un gobierno --dicho sea de paso-- que era resultado de la voluntad de cambio de los ciudadanos.
A partir de entonces, el descalabro de la economía y de las finanzas, producto de un modelo agotado y de respuestas equivocadas, trajo aparejada la caída de los salarios y los primeros síntomas de desempleo y de fractura social. También por esa época --comienzos de los sesenta-- la protesta social fue intensificándose en la medida en que los asalariados percibían claramente la disminución de su poder de compra además del cierre de fuentes de trabajo. Vale la pena recordar que las acciones de grupos insurgentes no surgieron de la nada ni por capricho; como bien ha señalado Constanza Moreira, fueron una manifestación más (con otras características) del descontento social. Por otra parte, no hay que olvidar que allí comenzó la escalada represiva desde el poder como una forma de acallar la protesta.
Ante esta situación, los uruguayos que no radicalizaron su postura militante contra la pérdida de poder adquisitivo de su salario y contra el endurecimiento de la represión estatal, debieron optar por abandonar el país. Fue entonces que comenzó la sangría poblacional. Una sangría tanto más sublevante por cuanto no se debe a una guerra o a otros factores, sino a omisiones, errores e imprevisión de los gobiernos de entonces, tanto neobatillistas como nacionalistas. Lo trágico es que desde entonces, los sucesivos gobernantes --incluidos el elenco cívico-militar del régimen de facto y las administraciones posdictadura-- no fueron capaces de revertir la tendencia emigratoria. Con ineptitud y frivolidad siguieron administrando la crisis sin ideas, sin iniciativas, empeñados en aplicar el modelo nefasto propugnado por el pensamiento único del neoliberalismo.
Fuente: larepublica.com.uy

No hay comentarios.: