03 noviembre 2006


EL RÍO DEL OLVIDO.

La primera vez que fuí a Galicia, mis amigos me llevaron al río del Olvido. Mis amigos me dijeron que los legionarios romanos, en los tiempos imperiales, habían querido invadir esas tierras, pero de aquí no habían pasado: paralizados por el pánico, se habían detenido a la orilla de este río. Y no lo habían atravezado nunca, porque quien cruza el río del Olvido llega a la otra orilla sin saber quién es ni adónde va.

Yo empezando mi exilio en España, pensé: si bastan las aguas de un río para borrar la memoria ¿ qué pasará conmigo, resto de naufragio, que atravesé toda una mar?

Pero yo había estado recorriendo los pueblecitos de Pontevedra y Orense, y había descubierto tabernas y cafés que se llamaban, Uruguay ó Venezuela ó Mi Buenos Aires Querido y cantinas que ofrecían parrilladas ó arepas, y por todas partes habían banderines de Peñarol y Nacional y Boca Juniors, y todo eso era de los gallegos que habían regresado de América y sentían, ahora, la nostalgia al revés.

Ellos se habían marchado de sus aldeas, exiliados como yo, aunque los hubiera corrido la economía y no la policía, y al cabo de muchos años estaban de vuelta en su tierra de origen, y nunca habían olvidado nada. Y ahora tenían dos memorias y dos patrias.



1 comentario:

Anónimo dijo...

PORQUE ES DIFICIL HABLAR MAL DE TI ESPAÑA , PORQUE NOSOTROS SEGUIMOS PENSANDO, QUE EL AMOR ES MAS FUERTE Y VA CON NUESTRAS DIGNIDADES .
PITINGO CHICO

CARTA (ROBADA) PRESTADA AL GATO UTOPICO -DE DENIA-VALENCIA .

"CARTA DE "EL NANO" A MONTEVIDEO"

Carta íntima a Montevideo (Joan Manuel Serrat)
Querida Montevideo:


Ayer hablé por teléfono con Galeano y me contó que el tiempo está muy inestable por ahi. El invierno empieza a mostrar su cara de palo y los plátanos de sombra ya están arreglando sus cosas antes de echarse a dormir. Cuando nos vimos las caras por primera vez, Montevideo, verdeabas por los cuatros puntos cardinales y las muchachas se desparramaban adormiladas en los pastos del Parque Rodó, robándole el brillo al sol del mediodía para llevárselo puesto. Era noviembre de 1969. Aquel año fue el primero de mi vida que tuvo dos primaveras.
Viajé desde Buenos Aires con Edmundo Rivero, el de las manos como capazos y la voz de trueno; con él compartía cartel en el Parador del Cerro. Vine por un par de días, con urgencias, como siempre, y, nada mas llegar, después de atender un par de periodistas, tan convencidos como yo de lo efímero del éxito, en especial el mío, salí del hotel con la intención de bajar al puerto a cumplir con una antigua promesa: encontrar la sombra perdida del Graf Spee. De niños, el Tito y yo, conmovidos por el heroísmo de aquellos marineros, rubios como la cerveza, que hacían de buenos en la película, nos juramentamos, al salir del cine, que, en cuanto fuésemos mayores, iríamos a Montevideo a echarles una mano a aquellos desventurados tipos, aunque fuesen alemanes; así que, aprovechando la ocasión, aun a sabiendas de que era demasiado tarde para hacer nada por ellos, eche a andar con moderado entusiasmo al encuentro de mis fantasmas infantiles. De cualquier modo, aunque no sacase nada en claro del Graf Spee, siempre me quedaba el Tito quien, en nuestra anual conversación en el Bar Juanito, escucharía generoso el relato ampliado y aderezado de este rescate de recuerdos.
Pero tu querías llamar mi atención con otras cosas, Montevideo.
Querías que te viera, que me fijara en ti, que me dejara de pavadas de Graf Speeses y marineritos heroicos y que me enredase en tus redes. Por eso abriste para mi la cajita de los asombros y, justo al salir del hotel, aprovechando mi torpeza habitual, me hiciste pisar una bosta de caballo. En plena Plaza Independencia. En 1969. Una rotunda bosta de caballo en la puerta del Hotel Victoria Plaza, antes de Moon. Yo, que había salido a buscar perfumes de niñez me di de morros con ella. Que admirable y que insólito se veía en el asfalto aquel trofeo verde y oro. No por el hecho en si, claro, no por el lugar elegido por el animal para cagar, sino porque aun rondas en caballos por el centro. Aquella bosta le dio una vuelta de tuerca al destino. Me devolvió a los cuarteles de invierno de los años idos. Encendió mi curiosidad empujándome a buscar debajo de tu vestido. Me llamaste y yo atendi y me deje llevar. Olvide el asunto del Graf Spee y a Tito. Olvide el programa previsto. Incluso olvide una visita concertada al Estadio Centenario -por cuyas tripas, si uno le pone atención, al atardecer, se escucha el tintineo metálico de los tacos- y camine a donde quisieron llevarme mis zapatos. Como un gurí por la murga, me dejé llevar por calles engalanadas de forchelas; calles en las que aun estaba caliente el recuerdo de Xirgú y donde los diarios voceaban nombres desconocidos que iban a tardar poco en serme cotidianos; calles que aguardaban todo el año la vuelta del Carnaval, agotadas sus existencias de longanizas para atar perros ; veredas por las que los hinchas de Nacional caminaban agrandados con títulos libertadores e intercontinentales bajo el brazo como quien se exhibe con el termo para cocer el mate de la gloria. El termo. ¿Quien dijo termo...? El termo y el hombre. El termo y la cancha. El termo y Dios. Que insólito espectáculo, querida, para unos ojos profanos, contemplar a unos ciudadanos comunes, en su mayoría tipos respetables, yendo y viniendo de sus quehaceres cotidianos con ese artefacto que uno cree reservado a situaciones de emergencia, con la mayor de las naturalidades, enganchados a el como un yanqui a la heroína. Aun reconociendo el aporte tecnológico que el termo representa para la cultura de la yerba (mate), no deja de ser chocante para unos ojos profanos, repito.
Aquel día, camine tus calles como nunca he vuelto a caminarlas mientras tu, Montevideo, hacías todo lo posible por deslumbrarme. Unas veces de frente y otras por sorpresa. Me llevaste a comer achuras al Mercado del Puerto, nos tumbamos en la tarde de Pocitos y juntos amanecimos en el Cerro. Me trajiste a Alfredo y a Daniel y al loco del Sabalero y a la dulce Vera y yo te llevé conmigo al Este, a comernos las noches con Nana, con Manolo, con la Camerata. Me gustaste desde el primer momento, Montevideo, pero fue mas tarde cuando me enamoré de ti. Fue cuando te exiliaron y te viniste a mi casa con lo puesto. Ahí, mirada triste, sueños torcidos, carnes torturadas; ahí te conocí, Montevideo; ahí te sentí como algo mío, y ahí nos juramos amor eterno.


Joan Manuel Serrat.-
Revista MonteVIdEO Ciudad Abierta Nro. 15
I.M.M. - Setiembre 1999


PITINGO CHICO /LANZAROTE/